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PELÍCULAS / CRÍTICAS

Los abrazos rotos

por 

- El oscarizado cineasta español se auto homenajea en un drama pasional con elementos de thriller y brotes de comedia: su película más ambiciosa hasta la fecha

Pocos cineastas de reconocimiento mundial -y demostrada comercialidad- se atreven a hacer lo que realmente les pide el cuerpo. Lars Von Trier es uno de ellos. El desaparecido Kieslowski era otro. Pedro Almodóvar, en la misma senda dramática de los anteriores, se atreve a facturar un melodrama intenso, enigmático y doloroso, como un moderno Douglas Sirk –y unos contemporáneos John Huston, Jacques Tourneur o Howard Hawks en el terreno del noir- sirviéndose de un guión emocional propio, una fotografía colorista (del mexicano Rodrigo Prieto), una música triste (de Alberto Iglesias), un elenco de actores de prestigio (Lluis Homar, José Luis Gómez y Blanca Portillo) y de la radiante fotogenia de su actriz fetiche, Penélope Cruz.

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Con un presupuesto de 12 millones de euros y un rodaje de casi cuatro meses con un equipo de 175 personas, que le ha llevado hasta las oscuras arenas de la isla canaria de Lanzarote, el resultado es un torrente de sensaciones con estructura de puzzle, de algo más de dos horas de duración, que fascinará a los seguidores del director de Volver [+lee también:
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, emocionará hasta la lágrima a los más sensibles y hará reír a aquéllos que aún desconozcan su faceta más cómicamente trasgresora (que cultivó en los años ochenta).

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el cineasta logra, con talento, armonía y elegancia, que encajen tres géneros cinematográficos (drama, comedia y thriller) sin que decaigan misterio, entretenimiento, tono y, lo más importante, emoción. A ello contribuye un guión tan arrebatado como el de Atame, unos diálogos dignos de Mujeres al borde de un ataque de nervios y un enigma por resolver, consecuencia terrible de la débil condición humana, como expuso, por ejemplo, en La ley del deseo.

Para lograr que el espectador se fascine por los mismos temas –celos, ficción, venganza, deseo, paternidad…- que le hechizan, Almodóvar ha articulado el conflicto alrededor de un director de cine, Mateo Blanco (interpretado por Lluis Homar), ciego tras un fatal accidente donde no sólo perdió la vista, sino también al amor de su vida. Una tragedia que le llevó a cambiar de existencia y de nombre (ahora se hace llamar Harry Caine) y que sigue rodeada de misterio, a pesar del tiempo transcurrido. Pero la visita de un joven rico y caprichoso (Rubén Ochandiano), con ganas de trabajar con él, abrirá las heridas del pasado y, con ellas, la caja negra donde se guardan las respuestas que necesita hallar para poder seguir amando el cine y, a través del celuloide, la vida misma.

Una existencia violentamente fragmentada -como fotos rotas de un tiempo irrepetible- tras la pasión que vivió con la actriz Lena Rivero (Penélope Cruz) esposa del magnate Ernesto Martel (José Luis Gómez), un hombre -poseído por tanto pánico a perderla- que accede a producir el film que dirigirá Mateo, para que ella lo protagonice. En el desenlace trágico de ese triángulo tendrá que ver Judith (Blanca Portillo), la fiel y resignada ayudante del director. Con todos estos elementos, propios de una telenovela, Almodóvar ha erigido un sofisticado homenaje al Séptimo Arte, con mucho cine dentro del cine: de su propio cine incluso, lo cual puede hacerle pecar de egocentrismo, pero también sirve para repasar con deleite su filmografía a base de guiños cómplices y, sobre todo, logra inocular en el espectador toda esa irrefrenable pasión que el cineasta manchego siente por sus películas favoritas, sus personajes al límite y las pasiones extremas, más grandes que la vida real. El estilo Almodóvar en toda su plenitud.

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